General Baquedano

No hay en la historia de Chile alguien que represente más al arma de caballería que el gran general Manuel Jesús Baquedano González. Desde sus inicios en la vida militar, su caballo y él, eran uno.

Manuel Baquedano, niño entonces de 12 años, había logrado embarcarse furtivamente en el buque que condujo a su padre, en Junio de 1838, a las pla­yas del Perú; y ese episodio, primero de su carrera de sol­dado, síntoma de su estrategia usual, cuando debiera comandar los ejércitos más numerosos y aguerridos de Chi­le y de la América, no era sino uno de los recursos de su arte de prisionero de las aulas. La primera campaña de Manuel Baquedano fue solo una heroica cimarra naval.

Y a ese ardid, que le hizo llegar incógnito a la batalla y que revela toda su existencia, debió el tierno y valeroso niño el privilegio de penetrar por la primera vez a Lima, voluntario escondido al enojo paterno y a la gloria, mon­tado en caballo ajeno, porque el que le sirviera en el com­bate, prestado también, se lo mataron junto a la portada de Guía, en el pedregal del Rímac (Agosto 21 de 1838).

Desde el día siguiente, el niño, fugado patrióticamente de la escuela y del hogar, pasaba a ser el alférez más joven del ejército chileno vencedor en Guía y en Yungay.

Su primer despacho militar tiene la fecha de 28 de Agosto de 1838 y fue firmado en Lima por el General don Manuel Bulnes, una semana después de Guía; pero como no había vacan­te de subteniente en Cazadores, le designaron este cuerpo a título de agregado.

Desde el primer día siempre fue un soldado del regimiento Cazadores a Caballo.

El alférez Baquedano se batió en Yungay al lado de su padre, como en Guía se había batido a escondidas y a su espalda; y por aquella bizarra carga del Punyan, en la cual los Cazadores no fueron dueños de sujetar el ímpetu de sus caballos sino en la plaza misma del pueblo de Yungay, donde estaba, junto a la iglesia, el cuartel General de Santa Cruz, promoviéronle el 28 de Marzo de 1839 a teniente del arma de caballería. Manuel Baquedano era teniente de ejército a los 13 años de edad, y no cierta­mente por favor palaciego, porque cada galón le había costado una batalla.

(Extractos de Vicuña Mackenna – su vida en paz y vuelta a las filas)

El mayor Baquedano, mozo a la sazón de 28 años, se retiró del servicio activo y se hizo campesino en las fron­teras.—Con sus ahorros, que no eran largos, compró un fundo eriazo en la fértil isla de la Laja, no lejos de Los Ángeles, y de aquel yermo inculto, con la consagración asidua de cinco años, logró formar uno de los fundos me­jor ordenados y más productivos de la provincia del Bío­ Bío. El mayor Baquedano aplicó a la labranza el régimen militar en que se había educado casi desde las andaderas en el patio de un cuartel de caballería, y merced a su dedicación, obtuvo de la tierra y del arado lo que no le ha­brían rendido, en el medio siglo de sus servicios militares, ni su carrera ni su espada,—una fortuna.

Pero, ¡noble caso del sometimiento absoluto del hombre a pauta de oro del deber! Cuando en 1859 rujió de nuevo el mal apagado huracán de 1851, y el fantasma de Loncomilla, evocado a virtud de la mutua intransigente terque­dad de los partidos, volvió a pasearse por los campos del Norte y del Sur de la República, el hacendado de la Laja descolgó del muro su sable desdeñado, montó el mejor caballo de su hato, y fue al Maipon (12 de Abril de 1859) a servir con su sangre a los que años atrás, sin motivo verdadero, le habían agraviado. Y esto hacía el mayor Baquedano, porque su divisa era servir a la ley, deidad ma­jestuosa, con la que ha vivido desposado en el rigoroso y hasta inclemente celibato del corazón y del hogar.

Hecho esto, el soldado-labrador volvió a sus pacíficas faenas de Santa Teresa; y aunque ascendido a teniente coronel desde 1866, continuó en sus apacibles labores, sin inquietud ni ambición, durante un nuevo período de 10 años. Desde 1851 a 1869, el comandante Baquedano fue solo un huésped de paso en su amplia y deslumbradora ciudad natal. El deber le había hecho lleulle, y sin el re­galo santiaguino ni el fausto de la escolta presidencial, averiase ya con el rudo estambre de su alma aguerrida y de su poncho pehuenche de trabajo. 

Mas, en los comienzos del último de aquellos años, el país volvió a necesitar de su brazo, y como en 1838, como en 1851, como en 1859, el soldado de la ley obedeció gus­toso al país.

(Extractos de Vicuña Mackenna – La Araucanía)

Según debe existir en la memoria de todos, a fines de 1868 ocurrió un alzamiento general de los araucanos, y és­tos acometieron con un verdadero ejército de lanzas la nueva línea del Malleco, la atravesaron en la memorable noche del 5 de Enero de 1869, destruyendo en una hora lo que había sido el afán y el logro de ocho años de fruc­tuosas empresas.

A tal nueva, como soldado, como vecino y como lleulle fronterizo, el comandante Baquedano volvió a montar a caballo y marchó a Angol a ofrecer sus servicios al digno General don José Manuel Pinto, comandante de la Alta Frontera, que se hallaba en tal coyuntura rodeado de alarmas y de conflictos.

Apreciando el último con clara vista el mérito del jefe que venía voluntariamente a su socorro, le confió la operación de defensa y de vigilancia más importante de la azarosa situación que atravesaba, nombrándole con apre­mio, el 11 de Enero de 1869, después del asalto general sobre el Malleco, Comandante en Jefe de una división volante de las tres armas, compuesta de 480 soldados, y destinada a guardar entre las dos cordilleras, la de los Andes y la de Nahuelbuta, las líneas de los ríos fronte­rizos amagados por los bárbaros en sus atrevidas excursiones.

A la cabeza de esa tropa ligera, que era la flor del ejér­cito de las fronteras, defendió el comandante Baquedano la línea del Renaico durante todo el mes de Enero de 1869; y en el próximo de Febrero, incorporado en Mulchen a la división del coronel San Martín, marchó hasta el Cautín.

En Marzo y Abril le tocó otra vez cubrir y defender la fatigosa línea del Malleco, entre Curato y Angol, espacio más o menos abierto de nueve leguas, que solo podía cus­todiar medianamente con 450 hombres, haciendo prodigios de actividad y vigilancia personal. En Abril se adelantó por la ceja de la montaña hacia la cordillera de Pidenco y dio la vuelta por los llanos de Cángulo, famosos desde la proclamación de Antonio I, rey de la Araucanía. Y tra­yendo prisionero al inquieto cacique de aquel lugar, tomó otra vez, durante el mes de Mayo, sus posiciones defensivas en el Malleco.

Por esta campaña activísima e incesante, que duró cin­co meses sin apearse del caballo, el comandante Baque­dano recibió una expresión especial de gracias del General Comandante en Jefe del ejército de las fronteras, y en se­guida (Septiembre 25 de 1869) la señalada distinción, por parte del Gobierno, de confiarle el mando en jefe de aquellos queridos Cazadores que habían sido, hacía 20 años, sus rudos maestros en el arte de pelear.

Con este motivo el comandante Baquedano se trasladó a Santiago y el Presidente don José Joaquín Pérez, al nombrarle jefe de su escolta en época de azares políticos, le confirió el grado de coronel el 30 de Julio de 1870.

Ascendido en seguida, durante la administración Er­rázuriz, a coronel efectivo (Abril 5 de 1872), a General de Brigada (Mayo 10 de 1876) y nombrado desde Septiembre anterior Comandante de Armas de Santiago, a consecuen­cia del súbito fallecimiento del General Salamanca, el jefe de los Cazadores no los abandonó por esto.

Los Cazadores a caballo o los Cazadores de Chile, como se les llamaba antes en oposición a los Granaderos a Caballo o de los Andes, y cuyos sables estrenó Freire sobre el compacto e inquebrantable cuadro del Burgos el día de Maipo, eran para el General Baquedano, no solo sus hijos, porque eran también la memoria de su invicto padre. De aquí su afecto cariñoso por este cuerpo de bravos ulanos de nuestras guerras, que le han escoltado en todas partes, rodeándole con sus fornidos pechos y sus relumbrantes aceros en las últimas y carniceras batallas en torno a Lima.

Durante los 10 años de su residencia en Santiago, el General Baquedano no hizo vida de poltrón ni de mag­nate rodeado de favores. Todo lo contrario. Hizo siempre vida de soldado, vida de cuartel, vida de ordenanza y de deber. Suficientemente rico para disfrutar holgados pla­ceres, ha conservado su lecho de campaña en su austera celda de jefe, y ha vivido en la capital como habría vivido en Curaco o en Lolenco.

(Extractos de Vicuña Mackenna – La Guerra del Pacífico)

El General Baquedano ha tenido siempre como máxima militar “que para saber mandar es preciso saber obedecer;”

Pero al mismo tiempo y desde el primer lance de la guerra, el General Baquedano se reveló lo que había sido toda su vida y lo que no había dejado de ser un solo mo­mento en sus adentros—un gran soldado.

Todos saben en Chile las vacilaciones supremas que reinaron a bordo del Amazonas, nave capitana, en la so­lemne noche que precedió al desembarco de Pisagua. Eran las 2 A. M., y el Ministro de la Guerra, que había favorecido siempre la idea del desembarco en Patillos, fluctuaba como el General en Jefe, quien, en vista de lo tardío de la hora y del desorden del convoy, insinuó la idea de ir a desembarcar a Ilo. Pero despertado el General Baquedano a esas horas y de sobresalto en su camarote para acudir al consejo, se limitó a decir, con su peculiar lenguaje, modulado en palabras concisas como la volun­tad y templadas como el acero:—¡Lo convenido! ¡Lo convenido!, ¡Pisagua, Pisagua!— ¡Adelante, Erasmo, adelante!

Esta fue la síntesis de la victoria que precedió a la ocupación de Tarapacá, y es la misma que ha prevalecido en todas las victorias posteriores. La resolución, resolución tardía si se quiere, pero una vez tomada, inquebrantable, es la primera dote militar del General Baquedano y ese era el don victorioso de su antiguo jefe.—Yungay fue un acto de resolución. Loncomilla otro. Solo las vacilaciones pro­ducen en la guerra los Cancha-Rayada y los Sedan.

Pero donde de una manera casi súbita se reveló el General Baquedano como hombre de mando superior y de resolución propia, fue en el día infausto de Tarapacá.— Au­sentes el Ministro de la Guerra y el General en Jefe en Iquique, inmediatamente después de la rendición de esta plaza, el General Baquedano, dejado por horas a cargo del ejército, se hallaba a las 6 P. M. de aquel día en la ofi­cina de Ángela, a dos o tres leguas de Dolores, punto este último en que estaba radicado el Cuartel General. Pe­ro apenas recibió en una tira de papel, escrito con lápiz por el coronel Vergara, anunciando desde al borde de la quebrada el fatal conflicto y sus peligros, voló como en alas del viento al campo desprevenido, y dióse tanta prisa en el socorro, que cuando no pardeaba la noche, movía todo el ejército, en columnas sucesivas hacia Dibu­jo, punto forzoso de partida y de reunión para cualquier empresa, encaminado hacia el costado oriental de la pam­pa del Tamarugal. El General Baquedano marchó toda la noche alentando a los soldados con su ejemplo; y solo cuando hubo recogido de los jefes que regresaban del cam­po de batalla el convencimiento de que no había peligro, se entregó a un ligero descanso.

La victoria de Los Ángeles y las disidencias del General en Jefe con el Ministro de la Guerra en Pacocha, hicieron traspaso del mando superior del ejército al General Baquedano, sin que él en lo menor lo pretendiera, en los primeros días de Abril de 1880.—Era esa simple cuestión de escalafón, y a él por antigüedad cúpole, el alto puesto de otros codiciado.

En conocimiento de toda la República está la manera como, solo, sin asesores y sin importunos, que por una orden general alejó del campo, condujo el nuevo General en Jefe las operaciones antes y después de las gloriosas batallas de Tacna y Arica. La última, sobre todo, fue un modelo de estrategia, y sin embargo en su telegrama del mismo día, desnudándose generosamente de toda idea mezquina de egoísta superioridad, manifestó, como General en Jefe, al Gobierno que el honor de la jornada cabía principalmente al coronel Lagos.

El General Baquedano no ha tenido en sus procedi­mientos como subalterno sino una guía—la lealtad. Pero como Jefe superior responsable de la suerte y de la gloria de su país, no ha reconocido sino un faro —la justicia: la justicia distributiva pero inexorable con todos, comen­zando por la que ha usado consigo mismo, no dándose el menor descanso durante dos años de incesante batallar: batallas morales y sordas del ánimo combatido, más crue­les que las libradas por el enemigo. Pero nunca, a pesar de todo, entraron a su tienda ni favoritos ni palaciegos.

Triunfó en las batallas por Lima en Chorrillos y Miraflores y su humildad evitó que entrara triunfante al frente de sus hombres a Lima el 17 de enero de 1881, dándole dicho privilegio al general Cornelio Saavedra.

Una peculiaridad característica del alma en la víspera de la entrada triunfal.

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