Soliloquios de Belén
de Giovanni Papini
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Dios ha querido que antes de morir viera cosas maravillosas.
¡Todas las noches aquí dentro, en las tinieblas, cansado y triste, pensando en mi vida desgraciada, sin otra compañía que un buey que rumia o un ratón que roe!
Ahora, en cambio, me parece estar en el corazón del mundo. Un esplendor que palpita, un cántico que baja de los cielos, una mujer más bella que las otras mujeres, un niño que roba el sosiego a quien le ve. Yo no soy un sentimental, como mi blanco compañero, y tampoco un supersticioso, como mi dueño. Y, sin embargo, tendría ganas de arrodillarme como hacen estos cabreros que han acudido aquí, corriendo, como si los hubiera convocado un Dios.
También yo he rodado lo mío; una vez he estado en Damasco y seis veces en Jerusalén. Pero no recuerdo un prodigio como éste, nunca me he sentido tan feliz como esta noche.
Esa joven que inclina su rostro bellísimo y pálido sobre el fruto de su sangre, casi me hace llorar por no sé qué nueva ternura. Y ese hombre anciano que contempla a la mujer y al niño como si estuviera arrebatado a la felicidad por un sueño. Y esos pastores que tienen la cara más enrojecida por la alegría que por el reflejo de las llamas. Y esa criatura dulcísima tendida en el pesebre, que contempla a todos como si los quisiera consumir con su corazón.
Ese no es hijo de hombre. He oído decir a los pastores que les fue anunciado el nacimiento de un Dios. Cuanto más lo miro, más me parece verdad. Los hombres no tienen esos ojos, no exhalan ese fulgor.
¡Y pensar que yo lo he visto nacer, yo, pobre bestia de carga despreciado por todos! ¿Por qué misterio ha querido iniciar su vida aquí, en este pedazo destartalado, destinado a nuestros morros hambrientos? ¿Por qué arcana razón soy digno de ser espectador de un portento tan increíble: el nacimiento de un Dios?
Soy el último de los animales de la tierra, soy un pobre saco de piel llagada y de huesos molidos; pero no me eches, Niño; permíteme a mí amar a Aquel que un día quiso crear hasta a mí.