Arrieros BAJO AMENAZA

Uberlinda Silva y su padre Raúl

Desde que existe memoria, la familia Silva se ha dedicado a esta actividad en la precordillera de la Región de O’Higgins. Hoy luchan por modernizarse y evitar que su labor muera a causa del cambio climático y el desinterés de las nuevas generaciones.

Parada a pleno sol, sobre unos zapatos de cuero, jeans oscuros, camisa rosa de manga larga y sombrero de huaso café, Uberlinda Silva, de 45 años, echa a andar la memoria. Gira, mira hacia las montañas y glaciares que están a su espalda y cuenta que desde niña se imaginaba recorriendo esos encajonados junto a su papá arreando el ganado.
Calcula que tenía unos seis o siete años y se levantaba de madrugada a tener las pesebreras limpias y con alimento para cuando su padre regresara de la cordillera. “Él llegaba a puro bajarse del caballo e irse para la casa, porque venía todo mojado, entonces yo hacía todo el resto del trabajo y eso para mí era una alegría muy grande, porque le estaba ayudando a él”. “Ube”, como la conocen todos quienes viven en la localidad precordillerana de Chacayes, situada a una media hora en auto del poblado de Machalí, dice que su momento favorito era cuando se juntaban todos, incluido su abuelo, y narraban las anécdotas que habían vivido en la faena. –Contaban que allá habían quedado atrapadas las yeguas, que no las habían podido sacar porque los caballos ya no daban más con la nieve y que a los chiquillos se les veían las puras cabezas enterrados en la nieve tratando de sacar las yeguas –relata–. Yo imaginaba lo que me contaban y me preguntaba: “¡ Pucha!, ¿¡ cuándo voy a ir yo para allá! ?”. Mientras Ube habla, su padre, Raúl Silva, está a su lado y la escucha. Más tarde admitirá que entonces pensaba que ser arriero era solo un trabajo para hombres.

De anteojos de sol oscuros, Raúl relata que su familia vivió desde siempre en Chacayes, un caserío de viviendas dispersas a la orilla de un sinuoso camino que conduce a la Reserva Nacional Río de Los Cipreses. Para sus habitantes resultaba una obviedad cultivar la tierra y ser arriero, tal como lo fueron sus ancestros. Raúl dice que los chacayinos gozan hace menos de una década de cuestiones tan básicas como tener electricidad o agua potable en la casa. Hasta hace poco, para lavarse y beber se valían de una acequia que traía agua de una quebrada y para iluminarse en las noches usaban unas pocas ampolletas a baterías.

Hasta inicios de siglo en la comunidad tenían miles de ovejas, vacas y yeguas, que debían llevar a las partes altas a pastar desde la primavera hasta acabado el verano, ganado que cuidaban y vendían en la temporada siguiente. –Así nos pasábamos la vida… yo tengo 69 años y mi experiencia con la cordillera es muy liiinda, precioooosa –reflexiona el arriero–. Cuando andamos allá arriba me atraco a la orilla y miro el valle, el Cortaderal, el río Cachapoal… ¡y es una cosa impagable!… Pienso en el día de mañana, cuando ya no sea capaz de venir para acá, y me pregunto: ¿ qué va a ser de mí? Raúl no se imagina una vejez lejos del cerro. Explica que durante 25 años mezcló su labor de arriero con la conducción de un tractor agrícola, donde estaba hasta la 1 de la tarde. Comenta que apenas salía, corría a ver a sus animales que pastaban en la montaña. “Cuando yo llegaba allá, la Ube ya tenía todo hecho. Era adolescente y andaba metida entre los chiquillos.

Le decíamos `La tres cocos'”, dice entre risas el papá, quien agrega que a esa altura ya asumía que el futuro de su hija estaba en los caballos. –Yo era un bicho raro –se asume Ube–. Cuando me decían que esas eran “cosas de hombres”, yo pensaba: “¡ Qué tengo que andar con huevadas! Yo ensillo y salgo”. La inclusión de las mujeres no fue lo único que varió en la montaña.

Ube cuenta que durante años las familias vivieron de la venta del ganado y de la producción de leche, quesos y manjar. “Pero los días ahora son tan calurosos que ya no se puede porque se corta”, lamenta Ube. “Es que con el cambio climático la cosa acá cambió harto”, acota Raúl. Marfilda Sandoval lleva casi tres años trabajando en el desarrollo y mejoramiento de las capacidades de los arrieros de Machalí, San Francisco de Mostazal, Codegua, Requínoa, Rengo, Malloa y San Fernando.

Antes, la especialista en turismo sustentable de la Universidad Tecnológica Metropolitana (Utem) lo hizo con los crianceros de Monte Patria, en Coquimbo, y ahora en O’Higgins lo ha hecho a través de un proyecto financiado por el Gobierno Regional.

En sus 30 meses de tarea, Marfilda dice que confirmaron la existencia de una cultura particular entre quienes se dedican a esta actividad. –Son personas que están por sobre los 40,50 años… hay muy pocos jóvenes dedicándose a esto, por el sacrificio que tiene –reflexiona la investigadora–. Además, los arrieros son tremendamente comprometidos con sus animales, con sus caballos, con quienes los acompañan.

Ese círculo particular incluye a los perros. –Nosotros somos los huasos que andamos con una mancornera de perros detrás del caballo, porque los animales son como lobos y para pillarlos hay que tener perros –aclara Ube–. Porque al fin y al cabo, entre el arriero, el lazo y el perro son un equipo. Padre e hija se entusiasman cuando hablan de esa tríada. Explican que el lazo debe ser de cuero y que el perro debe ser un buen “ladreador” para seguir y arrear al ganado cuando alguno se fuga.
Coinciden en que esos son los mejores momentos de la jornada, cuando una vaca se arranca por entre los cerros, quebradas y encajonados y ellos deben galopar y gritar durante horas y hasta durante días tratando de lacearla para regresarla al grupo.

Esa es otra característica del arriero de la zona central. “La forma de vida que ellos tienen también es muy particular, o sea, se van a la cordillera a cuidar a sus animales y eso hace que también se alejen de sus familias durante un período bastante importante”, dice Marfilda.
Ube explica que hasta hace una década solían llevar el ganado a una llanura situada a media mañana de la casa, donde los dejaban pastando por unas semanas antes de subirlos a zonas de mayor altura en búsqueda de pasto fresco, dado que recién en diciembre comenzaban los deshielos. Con la sequía, en cambio, los animales eran llevados inmediatamente a la alta cordillera, pues abajo no había agua ni comida. “Las quebradas estaban todas secas”, acota Raúl. Los temporales del pasado invierno normalizaron la disponibilidad, aunque la intensidad de las lluvias destrozó senderos y caminos y reactivó quebradas que pusieron en peligro la vida de los animales y de arrieros.

Ahora, padre e hija dicen que siguen atentos los reportes meteorológicos, que hasta hace unos meses decían que el fenómeno de El Niño se mantendría durante este invierno, aunque recientemente se informó que se estaba debilitando, reabriendo la posibilidad de volver a la sequía. –Es una incertidumbre con la que tenemos que vivir.

Nosotros vivimos prácticamente el día a día, pero si quiero seguir criando tengo que comprar forraje, fardos de pasto, avena, de caña para tener stock por si el invierno viene malo, o sea, por si viene seco o viene muy lluvioso –relata Ube–. Porque ahora pueden ser las dos cosas muy malas.

El proyecto liderado por Marfilda trató de ayudar en esa prevención y aportó al financiamiento e instalación de viveros hidropónicos, donde cultivan alimento para sus animales. “Esto nos da algo más de tranquilidad para el invierno”, comenta Ube. Lo que le sigue inquietando, agrega, es que se queden sin personas que sigan con esta tradición. Benjamín Vásquez tiene 27 años y su madre, Uberlinda, cuenta que desde que nació lo llevaba a su lado en el caballo en cada salida. Él dice que la experiencia cordillerana que lo marcó la tuvo cuando cumplía ocho años. “Fue cuando hicimos nuestro primer viaje como familia”, rememora.

Hasta entonces, siempre había oído que los arrieros hablaban del “Agua de la Vida”, una laguna situada a cerca de un día de montura en medio de la Reserva Nacional Río Los Cipreses, en cuyo paso hay cascadas, cauces e incluso petroglifos dibujados sobre las rocas por los pueblos ancestrales que habitaban la zona. –Yo nunca me había adentrado tanto en la cordillera, y cada vez que escuchaba del “Agua de la Vida” me imaginaba que se trataba de un lugar de aguas claritas, transparentes –comenta–. Cuando la vi aparecer, no podía creerlo. En medio de un paisaje terroso, de ríos café y vegetación de tipo pajonal, la laguna brilla por un impresionante color turquesa intenso.

Benjamín dice que en ese viaje también vio a una tropa de 20 a 30 guanacos pastando. “Fue maravilloso… desde ese instante me di cuenta de que para mí eso era una pasión, como un gusto que se lleva en la sangre”, explica. A casi dos décadas de ese hito, Benjamín mezcla ese amor por ser arriero con un trabajo de guardia de seguridad en la vecina localidad de Coya. Él y su mamá están obligados a tener otros trabajos para subsistir.

Ube, además de arriera, hace turnos como auxiliar de aseo en un hostal minero. –Hoy, los arrieros están en un punto en que ellos aman lo que hacen, pero no están costeando lo que les está significando –razona la investigadora Marfilda Sandoval–. Un arriero no puede vivir hoy con lo que gana como tal. Esta realidad ha llevado a que la gran mayoría de los adolescentes y niños de la zona busquen emigrar apenas les sea posible.

Ube cuenta que suele invitarlos a pasear hasta gratis para permearles ese amor por el oficio, asegura que nota el entusiasmo que expresan cuando están cabalgando en la cordillera y que hasta le dicen que les gustaría dedicarse a eso cuando sean grandes. –Los chiquillos cuando llegan al pueblo están felices por lo que vivieron –reafirma su padre–. Pero ahí sus papás les dicen que no, pues, que primero estudien, segundo que estudien y tercero que estudien, porque aquí sin profesión no se es nadie, porque el caballo no le va a dejar nada… y le meten en cabeza que para paseo es bonito, pero no como una forma de vida.

Marfilda plantea que es razonable que los jóvenes quieran vivir bien y con comodidad, algo poco habitual en un oficio en que hay que levantarse de madrugada, exponerse al calor y al frío durante semanas y por el que se gana poco.

Para quebrarlo sostiene que es fundamental crear condiciones adicionales. “El turismo es una alternativa que lo permite”, defiende la experta, quien a través de este mismo proyecto ha liderado el impulso de cabalgatas arrieras, propiciando la creación de agrupaciones y el desarrollo de nuevas opciones de negocios relacionados con lo arriero.
Raúl explica que en este proceso han entendido que ellos no ofrecen un paseo a caballo por la montaña a los turistas, sino que una experiencia por sitios que solo ellos conocen. –Los arrieros valoran muchísimo el ecosistema y eso nos dejó muy marcados.

Todo este patrimonio intangible, de cómo lo cuentan, cómo lo relatan, las historias que ellos tienen, las leyendas que conocen, eso es parte de su cultura –refrenda Marfilda–. Ellos, además, tienen un mapa de dónde están los lugares más hermosos de la cordillera y mucha gente los desconoce… y lo que no se conoce no se quiere y no se resguarda… a lo que no se conoce no se le tiene apego. Benjamín dice que es optimista.

Admite que muchos de sus amigos dejaron Chacayes para emigrar a la ciudad, pero asegura que en los últimos años varios han regresado. –Nuevamente está naciendo el gusto de la juventud por el campo –dice el joven, quien cifra sus esperanzas en las cabalgatas–. Es que la modernización del arriero parte por el gusto hacia los animales, el amor al ganado, empezar desde pequeños, enseñarles a los hijos y tener en cuenta siempre que la cordillera da y quita.

Su abuelo Raúl y su madre, Ube, coinciden en que les gustaría tener esa confianza en el porvenir de la actividad. –Lo que pasa es que hoy la gente quiere ganar plata para tener las mejores tecnologías, pero no se dan cuenta de que nos quitan tiempo, que nos quitan vida –reflexiona Ube–. Yo llevo tres años como auxiliar de aseo y parece que cada vez más me pica el bicho por buscarle una vuelta al ser arriero.

Ube cuenta que cada vez que vuelve a Chacayes y sube a la cordillera en su caballo, con su ganado, sus perros, su tacho de té, su poncho, después de gritar y galopar hasta lacear a algún animal que se ha alejado del piño, se detiene a mirar el valle. –Ahí siempre pienso: “¡ Por Dios la dicha linda de vivir aquí! ” –sostiene–. Y cuando bajo vengo como cargada de una energía rica, positiva, como que se limpia todo, el cuerpo, el espíritu, es como si el aire cordillerano se llevara todo lo malo y uno vuelve con una esperanza nueva, pensando en que si hoy día fue malo, mañana va a ser bueno. Mientras Ube cavila, de fondo suena el río y los perros dejan su modorra, se paran, corren y ladran al camino. Acaba de pasar una vaca suelta y Raúl, que estaba junto a su hija, sale a la siga. Desde que existe memoria, la familia Silva se ha dedicado a esta actividad en Chacayes, en la precordillera de la Región de O’Higgins.

Un abuelo, una madre y su hijo luchan por modernizarse y evitar que su labor muera a causa del cambio climático y el desinterés de las nuevas generaciones. “Los papás les dicen a los hijos que el caballo no les va a dejar nada”, lamenta el patriarca. POR LEO RIQUELME Arrieros BAJO AMENAZA GENTILEZA UT M Son personas que están por sobre los 40,50 años… hay muy pocos jóvenes dedicándose a esto, por el sacrificio que tiene”, dice la investigadora Marfilda Sandoval. Uberlinda Silva y su padre, Raúl.

Él admite que antes pensaba que ser arriero era solo un trabajo para hombres LE O RIQU ELM E “Los arrieros valoran muchísimo el ecosistema (… ). Todo este patrimonio intangible, de cómo lo cuentan, las leyendas que conocen, eso es parte de su cultura”..

Fuente: https://www.litoralpress.cl/sitio/Prensa_Texto?LPKey=QEZMWOXALCYFMBRNQADIJCCS5WVX22RHXKCTSHLJR6323GISQFUQ

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